LA LLEGADA DEL HERMANO MAYOR.

 

Mi vida comenzó cuando tenía 5 años. Digo desde esa edad porque fue a partir de esa etapa que comenzaron mis recuerdos. De los años anteriores no tengo memoria. A excepción de algunas imágenes que estallan de pronto como bombas alucinógenas,  y no sé si son reales o es que solo hacen parte de una ilusión que no logro ubicar en ninguna etapa de mi vida. Ya tendré tiempo de contarlas.

Por ahora viene a mi memoria una mañana después de un escandaloso vendaval, en  casa todos nos levantamos temprano y bajamos al pueblo.

Desde los hombros de mi hermano Ernesto yo recuerdo haber visto por primera vez los hermosos borbotones que se hacían en  la corriente del arroyo Alférez.

 Ya no todo giraba en torno a la hamaca donde me dormían, ni en los chitos crocantes que me daban todos los días por las tarde, ni en las bicicletas de alambre que me fabricaba  Papá. Ahora mis ojos se abrían a una nueva versión de la vida. Aquellas escenas que dejaban a todos horrorizados, mi pequeña mente las comprendía como magnificas oportunidades para recrear la vista.

Extraños paisajes aparecían frente a mí. Era el horror del desastre,  y mis ojos grandes como lámparas se abrían por primera vez al mundo. Los pies de Ernesto caminando en el barro me conducían más profundo en el desastroso panorama que dejaba la crecida más grade que aquel arroyo había tenido en muchos años.

Muertos en sus tumbas de barro sacaban sus manos tiesas por encima de los escombros; colchones remontados sobre los techos que aún quedaban, casas a medias, gente llorando.  Y para mí era el mejor día de la vida porque iba sobre la espalda fuerte de mi hermano. Desde ahí las cosas se veían como en una especie de película que aunque uno no comprende muy bien, no quiere dejar de ver. 

Le pregunté a mi hermano que pasaba ¿Por qué la gente lloraba? Y él solo me dijo que habían perdido cosas, que toda la gente está muy acostumbrada a ellas y  cuando se las quitan o como en aquel caso, se las lleva el agua, se ponen muy tristes y por eso lloran.

-Nosotros vivimos muy lejos de la corriente, por eso no nos pasó nada- Dijo Ernesto.

Recorrimos el largo camino por la orilla de la creciente  y seguimos viendo por doquier,  chancletas, ropa, bicicletas; muchas, muchas casas sin techo; colchones, barro, papeles, zapatos, latas, personas y todo tipo de envoltorios, todos reducidos al mismo nivel. Y allí cerca de un árbol caído, encontré un maravilloso juguete. Estaba lleno de barro amarillo  y casi no se veía de no ser por sus cabellos que sobresalían y sus ojos casi vivos y hermosamente entreabiertos. No tenía cuerpo, no era más que una cabeza de muñeca con el pelo azul. Me maraville con tanta belleza.

- Azul, pelo azul…-. Dije, mientras con pequeñas sacudidas logré que mi hermano me bajara de su espalda para poder cogerla.

-Deja eso ahí Helenita.  Te vas a ensuciar las manos, cochinaaaaaaa…- Mi hermana Carmen gritó con cara de susto y Ernesto me volvió a cargar. Pero por más que trataron no lograron hacer que soltara mi nuevo juguete.

No tenía cuerpo, pero eso a mí no me importaba, si lo podía imaginar. Imaginé que tenía su ropa azul también y piernas flexibles, que hablaba y caminaba; aunque apenas se sostenía en un pequeño palito que clavé en el suelo del patio. La cargaba envuelta en un suéter viejo y para mí era como una bebe.

Con los días se acostumbraron a que no podrían  quitármela.  Entonces mi hermana Carmen le hacía trencitas y yo no necesitaba nada más para ser feliz.

Un día me desperté y la vi ardiendo en la basura.

¡Mi muñeca! ¡Mi muñeca!

-¡Que muñeca ni que nada!- Dijo mi mamá.

Intenté  rescatarla con una rama seca, pero ya sólo quedaba la mitad. 

La devolví al fuego al ver que no tenía arreglo.

Me sentí muy triste, pensé que nadie me quería, porque  nadie había hecho nada para salvar mi juguete. Aquel día, después de lo ocurrido le dije a mi hermana Carmen:

-Estoy triste-

-¿Por qué? ¿Por la cabeza de muñeca? Eso no es nada, las niñas buenas no se ponen tristes ni lloran- Respondió ella.

-Pero en el arroyo habían niños llorando, ¿Ellos no son buenos? –Le pregunté.

Entonces se metió en la hamaca con una guayaba en la mano y me dijo:

-Ven, vamos a mecernos y te doy esta guayaba que está muy sabrosa.

 

Tres años más tarde, nuestras vidas seguían igual de estables: los cultivos de yuca y maíz de mis padres, el colegio, mis hermanos, los juegos; celebrando siempre las navidades con sancocho y bailando la Lambada los domingos.

Mi hermano Ernesto se había ido a Cartagena a trabajar hacía ya un año. Siempre que podía venía a vernos.

Cuando consiguió trabajo fijo me compró una muñeca, un carro, ropa, mi primer par de zapatos. Ese día llegó más contento que nunca, nos dio la noticia de su nombramiento y desempacó un televisor a color que nos había comprado.

Yo solo esperaba que la corriente del alférez nunca llegara hasta nuestra casa, así todos seriamos tan felices y alegres como siempre.

Pero un día, un viernes en la tarde, mi tío Òscar llegó con malas noticias. Todos lloraron ese día, pero yo no sabía por qué.

 Me fui a dormir temprano porque no me dejaron pender el televisor.

 Al día siguiente las caras de todos monstruosamente hinchadas por el llanto me decía que algo pasaba. Pero nadie decía nada.

Pregunté y pregunté, pero nadie me dijo nada.

Hasta que decidí volver a mis juegos rutinarios con amigos imaginarios bajo el árbol de mango del patio.

Sin televisor ni radio, solo quedaba correr mi caballito de matarratón y perseguir mariposas, desenterrar tesoros y recoger guayabas.

Hasta que, a las 4 de la tarde mi madre se echó a llorar inconsolablemente y gritó:

-Ernesto hijo. Dime que no estás muerto- con un quejido terminaba la frase y  hundía la cara en las manos como escondiendo su rostro atormentado.

Me alerté de inmediato y empecé a responderme las preguntas que me había hecho durante todo el día.

Lento y pausado se aproximó un grupo de personas pálidas y sudorosas que traían un ataúd con el cadáver de Ernesto.

Sentí ganas de llorar al verlos a todos llorando.

Bajaron el cajón y lo pusieron sobre la mesa donde antes estaba el televisor. Abrieron la ventanita del féretro para que todos lo pudieran ver y efectivamente, todos se iban acercando a echarle un último vistazo, como decían. Y cuando llego mi turno sentí un espasmo en el pecho, casi no podía respirar.

-Déjenla que lo vea, él era su hermano- dijo alguien.

Me incline para verlo y noté su cara hinchada, negra, con algodoncitos en la nariz. No se veía más que su cabeza como si estuviera metida en un recipiente, como si solo tuviera la cabeza,  y el cuerpo  ya estaba sepultado en la madera del ataud. Igual que Azul, solo que esta vez, por más que hice,  no pude imaginar su cuerpo.

Sentí ganas de gritar, pero no lo hice.

Supe aquel día que las corrientes, las crecidas más grandes de la vida pueden llegar de muchas formas hasta nosotros y dejarnos sin techo, sin cama, sin amor, sin esperanzas. Y que a veces estas crecientes pueden ser de agua y otras veces pueden  venir también en otras formas.

HELENA DE LA VEGA

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