Vuelo.

Era jueves  por la noche acababa de salir de clases y me fumaba un Marlboro en uno de los salones abandonados del cuartel, lo hacía porque nadie se acercaba a ese salón, siempre estaba solo. Yo había tenido un pésimo día así que necesitaba más de una caja entera. Casi terminando el tercer cigarrillo entró Oliverio, un chico que estaba dos semestres más adelantado que yo, no le gustaban mis cigarros  pero si escuchar la  historia de mi día.  Entre Bukowski, Voz Veis, historias eróticas y  risas, horas después nos encontrábamos en la parte alta de la ciudad que está  hecha sobre las piedras del mar. Ahí un sujeto al que le decían Pepe llegó y le entregó algo, duraron hablando unos segundos y se fue. Oliverio me miró y sonrió, me pidió candela y encendió un cigarrillo blanco,  sin filtro, largo y  delgado. Después de darle unos cuantos aires me lo ofreció, era la primera vez que tenía este tipo de cigarros en mis manos, le dije que jamás lo había probado y él se levantó exaltado a darme las típicas explicaciones que correspondían.

Mientras el papel  blanco se iba convirtiendo en ceniza en nuestras manos,  Oliverio me hablaba de él, de que le gustaba mucho el vino,  que escribía poesía para sus muertos, que lo único que tenía en la vida era a su hermanita y a sus libros. Oliverio estaba profundamente enamorado de un fantasma, y me dijo que yo se lo recordaba, que mis ojos, que mi cabello, que mi color de piel. Era la primera vez que hablaba con él y yo sentía que ya había estado ahí antes.

Oliverio miro hacia arriba y tomó mi mano, la agarró fuerte y me dijo que cerrara los ojos que me llevaría a conocer el que se convertiría ahora en mi lugar preferido, yo le obedecí, cerré mis ojos y apoyé la cabeza sobre su hombro. Oliverio empezó hablar, describía lo que estaba viendo en ese momento y yo podía atreves de su voz recrear el escenario en mi mente. Recuerdo aquellas piedras que no se sostenían de nada, eran pequeñas, de diferentes formas  y tenían un color pálido.  Había muchas e iban desapareciendo con cada pisada, formaban una especie de camino que nos llevaba a una luz mucho más fuerte. Habíamos parado en una superficie blanda llena de salidas, el viento se movía  hacia todos lados y de fondo solo se escuchaba la voz de Oli.   Podíamos brincar sobre ella y caer intactos sin soltarnos las manos, Cuando todas esas imágenes se desvanecían, Oliverio sacó una nota de su  bolsillo y la pegó en uno de los suelos.


En mi cama, un poco llevada a punto de dormir, tratando de explicarme cómo era posible haber estado en aquel lugar, sentía como si siempre necesitara estar ahí para huir  de días como el que había tenido, que después de haber estado en aquel lugar no pertenecía a ningún otro, que un desconocido me había pagado el tiquete del tren que llegaba hasta mi estación de escape. Sentía que Oliverio  me había llenado el corazón con arena y aun así me sentía liviana, en calma, tan arriba y por primera vez queriendo quedarme en algo. Al instante recordé su nota,  la nota que había dejado, la que había pegado en aquel piso, cerré  los ojos y traté de recordar y ordenar las palabras dibujadas en aquel papel que decía:   “Para mi eterna novia de lunas”.  

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