Mataría por un si.

Era mi oportunidad perfecta para alejar de mi toda historia de libro ya leído, de sacudir esas cecinas que tanto había guardado en el cenicero de mí, de levantarme de aquel sillón, contestar esa llamada y cruzar la puerta que me llevaría a eso que todos llaman “felicidad”.  Allí estaba ella, con una hermosa mariposa en la cabeza y sus uñas masticadas, mencionó algo de mi espera pero aquella noche yo no veía más que  el reflejo de la luna en sus  pupilas.
En ese instante mire hacia atrás y quise matarla, para evitarme todo ese rollo que conllevan las nuevas historias, los te amos falsos,  las canciones, los libros, las películas, los helados, el mal sexo y las peleas. Para luego seguir con los te extraños dolorosos,  lagrimas imparables, soledad infinita y sobre todo el vacío emocional. Quería matarla y no ver más esos faroles que deseaba iluminaran mis caminos todos los días.

Hacía mucha brisa y su cabello golpeaba mi rostro, a veces se metía en mi boca y quería matarla, para eso de no conocer el sabor de sus cabellos, ni el extrañar el rose de la brisa envuelto en cada greña, para que sus maravillosas palabras y la  magia de hacerme sonreír cada vez que me miraba a los ojos no se apoderaran de mí. Dijo que la había pasado bien, que quería verme mañana y al instante quise matarnos.

Quise acabar con  esa cobardía que no me dejaba acercarme a ella, es como si existiera un muro donde se escriben todas las inseguridades del ser, lo que no puedes, lo que nunca intentas, lo que más te llena de temor y lo que nunca disfrutas. Me odie porque con un “SI” pude haber derribado gran parte de ese muro, pero en cambio, se  vinieron encima aquellas paredes posando todo su peso sobre mis hombros, partiendo por la mitad cada costilla que se iba tras de ella con la esperanza de que volviera y me sanara, que recogiera cada pieza de mí y las colgara en las curvas de  sus labios.


El verla alejarse, darme un beso en la mejilla y ver el movimiento de sus piernas me partía el alma en pedacitos reciclables, listos para ser usados una y otra vez. Entonces entendí que no podía detener sus pasos sin antes haberme detenido a mí. Perdí la oportunidad de compartir las almohadas con un cuerpo hecho de plumas, de esas que te acarician tan suave que no puedes sentir más que cosquillas. Pero gané la fuerza de enfrentarme a lo que me arrastra, a lo que me pesa y me destruye, de decirle basta, de decirle que mientras  yo aún pueda pensar ella nada más podrá someterme. 

P. de Lunas. 

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